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4 de julio de 1811

Por Alan Bronfman Vargas

05.07.21

Hace doscientos diez años se celebró la primera sesión del Congreso Nacional. La Junta de Gobierno provisional creada el año 1810 fue la que elaboró el reglamento electoral que sirvió para elegir a los setenta y tres diputados que lo integraban. En el territorio de lo que hoy es la región de Valparaíso (Petorca, Aconcagua, Los Andes, Quillota y Valparaíso) se eligieron cinco diputados titulares, tres patriotas y dos que no declaraban su compromiso con la incipiente emancipación. 

Desde esa fecha y hasta hoy, nuestro régimen de gobierno ha contado con un Congreso que sesiona y participa en las principales decisiones políticas del país. Desde 1822 este Congreso es bicameral, con lo que el próximo se conmemorarán doscientos años de bicameralismo en Chile. Son pocos los períodos en que no ha funcionado de manera regular, rompiendo la tradición democrática. El más reciente y largo, dieciséis años y medio, entre septiembre de 1973 y marzo de 1990.

Desde la mirada de quienes viven y han vivido en nuestra democracia, un aniversario de esta naturaleza parece más que nada un ritual forzoso, un deber simbólico de tributo al pasado que, con mayor o menor sinceridad, nos acerca a un hito importante para la historia del país. 

No obstante, la realidad demuestra que el cómputo de años no es sólo un número que convoca ceremonias. El Congreso Nacional chileno es una de las instituciones parlamentarias con mayor desarrollo y poder político dentro de las democracias constitucionales de todo el mundo. El Congreso que identifica a un régimen presidencialista se erige como un poder independiente de origen democrático, no sometido al Poder Ejecutivo. Este poder independiente lo distancia del poder interdependiente que caracteriza los parlamentos en los regímenes parlamentaristas, en el cual la mayoría parlamentaria no es independiente del gobierno. 

En una mirada general sobre la historia de los presidencialismos en América, es claro que no todos los Congresos han logrado mantenerse en funcionamiento y participar en las decisiones políticas por largos años, sin clausuras, ni interrupciones significativas. Una vez instaurados, asimismo, no siempre han sido capaces de resistir la fuerza política del Poder Ejecutivo, sucumbiendo ante su influencia –legítima e ilegítima– y pasando a ocupar un discreto y subordinado lugar en el régimen de gobierno. El Congreso chileno, incluso en períodos de fuerte incidencia presidencial en su integración, ha sabido generar y acumular experiencia, para mantener y crecer en su independencia política y aportar, desde su función representativa, al funcionamiento de nuestra democracia. En este sentido, su historia y posición política tiene pocos equivalentes en el continente. En un listado mínimo, cabría compararlo con el poderosísimo Congreso Federal norteamericano y muchas de las experimentadas legislaturas estaduales, la House of Commons canadiense y el Congreso Federal de Brasil, y unas cuantas, pocas eso sí, asambleas más.

Hay varios aspectos del Congreso Nacional que revelan el largo camino que ha transitado como institución. Su regulación interna, los reglamentos de la Cámara de Diputados y el Senado, constituyen un buen ejemplo de este avance constante, y que se construye con una sana política de prueba y error extendida por siglos. Dentro de estos reglamentos hay disposiciones que dan cuenta de prudencia y aprendizaje político, como por ejemplo, la configuración de comités en la Cámara de Diputados, que intenta distribuir el poder partidista en bloques de igual composición. La propia cultura y tradición de los funcionarios del Congreso, su idoneidad profesional y sus largas carreras, en un contexto de intensas y cambiantes influencias partidistas, reflejan también que estamos ante una institución antigua y bien organizada.  

La democracia y la representación popular exigen al Congreso una reinvención permanente. Sin duda es una institución consolidada, pero eso no libera a diputados y senadores de su deber de defender su independencia, ante todo tipo de influencias ilegítimas, mejorar su representatividad y contribuir al buen funcionamiento del sistema político democrático. En un sistema de gobierno presidencialista, ambas Cámaras debiesen ser capaces de recoger las demandas y necesidades de la población y convertirlas en políticas públicas oportunas y efectivas, por medio de un debate racional, informado y transparente. Si bien el Congreso no tiene el deber de generar soluciones definitivas a problemas que ninguna nación, incluidas las más prósperas y estables, han resuelto, sí debe crecer como un foro confiable, que desde una representación cercana, visible y personal, contribuya a legitimar socialmente y mover a la comunidad hacia objetivos sensatos y compartidos. Los diputados y diputadas, senadoras y senadores tienen en sus manos una institución y una responsabilidad que es, a la vez, simple y extraordinariamente compleja: servir a la democracia y conservarla como régimen de gobierno para todos los chilenos.  

*La columna no representa necesariamente el pensamiento institucional de la Facultad y Escuela de Derecho PUCV.

Facultad y Escuela de Derecho PUCV