Columna de opinión: “Convicciones”, por prof. Jorge Mendoza
El académico de la Facultad Eclesiástica de Teología PUCV reflexiona sobre el valor de las convicciones como conformadoras de nuestra personalidad y su impacto en la convivencia diaria.
06.05.22
CONVICCIONES
JORGE MENDOZA VALDEBENITO
Que cada uno de nosotros necesita tener certezas me parece un hecho de la causa de ser personas. Es sobre las certezas, siempre diferentes entre cada uno de nosotros, que vamos construyendo nuestra personalidad y el particular modo con el que nos insertamos en la sociedad. Sin ellas seríamos seres amorfos que no contribuiríamos en la conformación de una comunidad. Estas certezas, que al afianzarse en nuestra personalidad denominamos convicciones, abarcan diferentes ámbitos y planos que van desde las de carácter religioso hasta las de orden político y de salubridad. En el lenguaje habitual se expresa en la una suerte de lugar común como es el ser “personas de principios”. Las convicciones se avienen con nuestro particular carácter y nos van haciendo predecibles en nuestro actuar. Podemos suponer las reacciones de las personas frente a diferentes eventos y dilemas que requieran decisiones en base a sus convicciones. Obvio que lo mismo rige para cada uno de nosotros.
Dicho lo anterior es preciso hurgar en cómo llegamos a ellas y cómo influyen en nuestro actuar y en la forma de convivencia social que anhelamos para nosotros mismos y para los demás. En lo que respecta al origen de las convicciones personales creo que hay una clara influencia de nuestra historia familiar, por presencia, ausencia o rechazo, de las que eran de una cierta forma, normas propias de ese grupo. También hay herencias culturales del lugar geográfico en que crecimos y que, de diversas maneras, nos permearon en nuestra forma de entender el mundo circundante, tanto en lo referido a la naturaleza como a la forma en que nos relacionamos con los demás seres humanos. No menos importante en esta configuración de nuestras convicciones tiene relación con el tipo de educación formal que recibimos y, especialmente, de los educadores que nos tocaron en diversos momentos de nuestro crecimiento intelectual. Aquí resulta destacable lo que significa la educación desde el momento de la adolescencia en adelante ya que, por crecimiento natural, hay una eclosión de la criticidad y del cuestionar las afirmaciones de los adultos. Empezamos a buscar razones que superan el mero argumento de autoridad con que se aceptan, o rechazan, las que suelen ser vistas como imposiciones sociales.
En este punto es dónde comenzamos a discernir e incorporar en nuestro bagaje intelectual y ético las certezas que nos urgen para fijar un cierto rumbo en nuestras vidas y para tomar decisiones de distinto orden. Las convicciones se convierten de este modo en una suerte de prisma que distorsiona la verdad para convertirla en nuestra realidad. En ello es que se encuentra el por qué, frente a los mismos hechos objetivos, nuestra mirada subjetiva los ve diferentes ya que en ella hay mucho de intuición y de emocionalidad. Viendo lo mismo lo miramos desde ángulos y perspectivas que nos alejan o acercan a la verdad de lo mirado. Con esto también nos vamos diferenciando, tanto de las afirmaciones que aceptábamos por el principio de autoridad como de las aceptadas por la sociedad en general, expresadas en su cultura. De ahí que, no pocas veces, nuestras convicciones sean consideradas como contraculturales y, en ocasiones, como contramayoritarias.
Si bien lo dicho hasta ahora muestra la conformación y la necesidad de tener convicciones, también es necesario qué hacemos con ellas en la convivencia diaria. Mencionaba más arriba cómo ellas suelen distorsionar nuestra mirada y nos llevan a lecturas de los acontecimientos que no necesariamente coinciden con las miradas de quienes están en nuestro entorno, próximo o más lejano, y con ello se nos generan conflictos cuando estas visiones del mundo empiezan a entenderse como incompatibles entre sí. Tenemos, entonces, que distinguir dos planos: por una parte qué tan importantes son ellas en mi conformación como persona y, por lo tanto, si son o no renunciables o postergables en razón de la convivencia con otros. Para quienes estiman que algunas son irrenunciables se puede llegar hasta el sacrificio de la propia vida y son considerados mártires de distintas causas religiosas, políticas e, incluso, ideológicas.
Por otra parte se tiene que considerar el plano social, político y cultural en que se da esta diversidad de convicciones personales. Si, por configuración psicológica e historia personal, consideramos que nuestras certezas “son la verdad” tendremos una actitud y una forma de actuar que nos acerca al mesianismo y que, en consecuencia, invalida de partida cualquier disidencia frente a nuestras afirmaciones. No es extraño que en esta condición aparezca la intolerancia y la descalificación. Quienes no coinciden con nuestros planteamientos son alejados y hasta expulsados de la sociedad en tanto que su error, según nuestras propias convicciones, son dañinas para la convivencia. Aquí es donde se pone a prueba el núcleo más profundo de la vivencia democrática que no es sino al aprender a enriquecernos de la diversidad en vez de suprimirla. Muchas son las consideraciones posibles sobre la vida democrática pero aquí sólo me interesa señalar el origen y función de la diversidad en ella.
En este marco de ideas, en que rescato el valor de las convicciones como conformadoras de nuestra personalidad y señalo el peligro que pueden significar en la convivencia diaria, queda constatar que se nos presentan dilemas en cómo conciliar estas dos esferas de nuestra vida. Preguntas como ¿cuál es el punto en que no debo renunciar a mis convicciones? o, dicho de otro modo, ¿hay convicciones que son más renunciables que otras?, ¿pueden exigirme que no exprese mis convicciones bajo pena de sanción social?, ¿Tengo el derecho de buscar que la sociedad incorpore mis propias convicciones como parte de su propia conformación? No creo tener una respuesta única y de validez universal, esa sí es una de mis convicciones, dado que cada quien tiene ese derecho y obligación personal en el uso de su conciencia y de su libertad. La fraternidad, que debería estar presente en la conformación social como efectivo reconocimiento de la diversidad de nuestras convicciones, suele estar relegada en los diferentes ámbitos de nuestro actuar social y ya no nos vemos como hermanos sino como adversarios. La vida social se transforma en una suerte de “cruzada” para imponer nuestras convicciones y, en lo posible aniquilar al que vemos como “enemigo” de ellas. No es, precisamente, el mensaje cristiano de la caridad en que se basa la fraternidad.
Valparaíso, mayo de 2022